sábado, 27 de noviembre de 2010

I


Respiro hondo antes de empezar, repasando mentalmente todo lo que quiero decir, poniendo atención para que no se me olvide nada. Él aguarda, quieto.
Empiezo. Le cuento todo lo que me preocupa, lo que me duele, lo que pienso, enlazando unas cosas con otras. Digo todo lo que prometí no decir, por lo que prometí no enfadarme. No me corto, y lo suelto todo sin vacilar, tranquila y pausada, sin elevar la voz. Él sólo escucha.
Explico todo lo que se me clava. Así sí puedo. Así puedo acabar una frase, aunque a veces me trabo si me entran ganas de llorar. Pero puedo hacer una pausa, y seguir cuando recupere las fuerzas.
Se lo digo todo. Todo. No me dejo nada en el tintero. Y por fin, paro, y esbozo una sonrisa, que sale mecánicamente, y no sé si es de tranquilidad o de tristeza. El doble filo de decir las cosas en alto, hace que yo también me dé cuenta de lo que hay.
Él no dice nada. Respira tranquilo. Se remueve, pero no despierta.
Hablo mientras él duerme.



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